Prestonfield Edinburgh

El estereotipo clásico afirma que Edimburgo es el contraste tranquilo y refinado al desparpajo ruidoso de Glasgow. Si se le ocurre mencionar ese falso rumor en cualquier pub de la ciudad, le auguramos una noche movidita, pero como muchas otras simplificaciones, suele tener una pizca de verdad, aunque sea muy reduccionista. Si se pasa una década en algún sitio, evidentemente, se puede ver más allá de la mera superficie, pero para los visitantes de paso, como los huéspedes de un hotel, la primera impresión puede ser también la única. Y Edimburgo, a primera vista, es eminentemente refinada, una mezcla de arquitectura georgiana, gótica y medieval, una capital de tamaño modesto con aire clásico.


Toda esta introducción sirve para decir que si alguna vez un hotel ha sintetizado la esencia de la ciudad en que se encuentra, ese es el Prestonfield. Esta mansión del siglo XVII, con aire renovado tras una gran reforma, le hará olvidar que existen cosas como los hoteles modernos minimalistas. Aquí todo son tejidos suntuosos, antigüedades de valor incalculable, y metros y metros de mármol y piel, en un estilo de alta gama tradicional que sirve de complemento, más que de contraste, al esplendor de viejo mundo del edificio.


Hay un cierto elemento de teatralidad, como sucede en todos los hoteles de lujo. Este, además, tiene la suerte de contar con ocho hectáreas de parque apacible alrededor, que contribuye a crear el ambiente. Las habitaciones de huéspedes contienen todos los aditamentos de un hotel tecnológicamente moderno, pero todos escondidos a la vista, de forma que quienes quieran postergar su descubrimiento pueden acariciar la fantasía de ser los invitados personales de un aristócrata escocés como los que describen los libros de cuentos. Un restaurante excelente, el Rhubarb, y un par de salones elegantes significa que puede disfrutar su estancia sin conocer la parte urbana de Edimburgo, si es lo que le apetece.