K5

Tokio no tiene tantos hoteles boutique como cabría esperar, pero los que hay están exquisitamente diseñados y son absolutamente únicos. El K5, por ejemplo, tomó un edificio bancario de los años 20 en Nihonbashi Kabutochō —el Wall Street de Tokio— y, con la ayuda del estudio de arquitectura de Estocolmo Claesson Koivisto Rune, lo transformó en un tributo viviente al diseño sueco, mostrando en el proceso ciertas afinidades entre las estéticas sueca y japonesa.

Las habitaciones tienen plantas vivas y son muy cálidas, con texturas orgánicas y algunos muebles modernos elegantes y llenos de color, y, en lugar de un televisor, nos encontramos con un tocadiscos y una biblioteca de vinilos. Los estudios y las habitaciones son compactos, aunque, según los estándares locales, no son pequeños. Las suites y los lofts son espaciosos e incluyen espacios para sentarse y bañeras independientes. Todos los objetos que hay en el interior del K5 fueron diseñados a medida por los arquitectos suecos o fabricados por artesanos japoneses, o ambas cosas.

Por su parte, los espacios públicos son una clara expresión del concepto japonés «aimai» (ambigüedad), no hay un límite preciso entre el salón, la cafetería, la vinoteca y el restaurante. Decir que un hotel es una obra de arte probablemente sea algo pretencioso —después de todo, es solo un alojamiento—, pero, lo llames como lo llames, el K5 es el no va más.